Vaticano (Prensa DiócesisSC).- Los Obispos venezolanos que se encuentran en Roma en la Ciudad del Vaticano, se han reunido este miércoles con los Pontificios Consejos para la Familia, los Laicos, y Justicia y Paz. De igual manera se han encontrado individualmente con el Sr. Xavier Legorreta, responsable para América Latina de la organización de ayuda kirche In Not. Con este ultimo Mons. Mario Moronta, Obispo de San Cristóbal, sostuvo un fructífero dialogo.
Y en horas de la tarde, los Obispos concelebraron la eucaristía en la Basílica de San Pablo Extramuros. Esta ceremonia fue presidida por Mons. Mario Moronta, quien en su homilía subrayo la necesidad de preocuparse por el pueblo de Dios, y que los obispos deben cuidar para poder ejercer su ministerio como apóstoles de Jesucristo.
“Nos toca preocuparnos y cuidar del rebaño que se nos ha encomendado. El Señor Jesús nos indica cómo hay que hacerlo: conociendo y siendo conocidos por la grey, haciendo escuchar nuestra voz que proclama la Palabra de Dios, y siendo capaces de dar la vida por las ovejas del rebaño. Cuidar del rebaño supone, además, el saber custodiar a las ovejas que están en el redil, para ir en busca de la que está perdida o extraviada, para conducirla de nuevo al rebaño; y si fuera necesario, cargándola sobre los hombros de nuestro cariño y cercanía, de nuestro consuelo y perdón…”, dijo Mons. Mario Moronta.
HOMILIA DE MONS MARIO MORONTA EN LA BASILICA DE SAN PABLO EXTRAMUROS CON MOTIVO DE LA VISITA AD LIMINA DE LOS OBISPOS DE VENEZUELA
Al cumplir con la responsabilidad de realizar la Visita Ad Limina y así reafirmar nuestra comunión con el Obispo de Roma y con toda la Iglesia Universal, los Pastores de las Iglesias que peregrinan en Venezuela venimos ante la tumba de Pablo, el Apóstol de las Naciones. Venimos como peregrinos con el corazón abierto a la gracia de Dios, de la que somos necesitados. Venimos como pastores que somos, animados por la fuerza del Espíritu del Señor. Traemos al altar los gozos y las esperanzas, las angustias y dificultades que encontramos cotidianamente en nuestras Iglesias locales, pero sobre todo traemos nuestra vocación evangelizadora y misionera. Lo hacemos para implorar de Pablo su intercesión: que el Dios de la Verdad y de la Luz nos conceda continuamente su fuerza y nos enriquezca nuestro entusiasmo apostólico, para que cada uno de nosotros, al igual que el Apóstol pueda exclamar ¡Ay de mí si no evangelizara!
Este encuentro eucarístico en la Basílica de San Pablo nos permite renovar ese ministerio apostólico que hemos recibido sin méritos de nuestra parte. Al hacerlo, sencillamente, reafirmamos nuestra configuración a Cristo, Pastor bueno y Sacerdote eterno. Configuración que, a la vez, sella nuestra existencia: existimos precisamente para evangelizar; es decir, para proclamar el Evangelio de Jesucristo el Señor. Este Evangelio, además, lo hemos de anunciar con el testimonio de vida. No en vano, a los primeros Apóstoles, de quienes somos sucesores, se les identificó como testigos del Resucitado. Eso es lo que somos.
Este hecho maravilloso que ha transformado nuestras vidas exige dos cosas fundamentales e irrenunciables: una primera es centrar nuestra propia vida en torno a Cristo, de tal manera que, siguiendo el ejemplo de Pablo, podamos decir no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí… Nuestra existencia sacerdotal, como Obispos que somos, debe estar caracterizada precisamente por ello: somos el reflejo de la presencia y de la vivencia que tenemos de Cristo, en quien hemos puesto nuestra confianza y en cuyo nombre realizamos el ministerio que se nos ha encomendado. Por eso, si algo debe caracterizar a un Obispo es el conocimiento y la vivencia de la Persona de Cristo; actuar en su nombre, pues el Obispo ha de ser el primero en servir; es decir en ser discípulo de Cristo.
Una segunda cosa a destacar como consecuencia de la primera es que el Obispo ha de ser capaz de imitar en todo a Cristo, para que el pueblo de Dios imite en Él el testimonio que da del Salvador. Así cada uno podrá decir con las palabras de Pablo sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo. Esto, por otra parte, conlleva la conciencia y el ejercicio del ministerio de la Palabra. El Obispo ha de ser siempre un heraldo de Cristo y de su Evangelio, constructor del reino de Dios. De allí que se suela decir que el Obispo debe gastarse continuamente por el Evangelio de Cristo. El anuncio de la verdad sobre Cristo y sus consecuencias lo llevan a proclamar lo que vive. El Obispo no es un gerente pastoral, ni un profesional de lo religioso: es, como nos lo enseña Pablo: Siervo de Cristo Jesús, elegido como apóstol y destinado a proclamar el evangelio de Dios (Rom.1,1). Es un servidor de Cristo y de su pueblo, capaz de dar su vida, como el Pastor bueno; a la vez, es elegido y, por tanto, ungido por el Espíritu para una misión: ser apóstol, enviado a todos sin distinción para contagiarles de su caridad pastoral, y destinado para una misión: proclamar el Evangelio. Pero esto no lo podrá hacer sin una vivencia del misterio de Cristo, sin ser un auténtico discípulo y sin ser un testigo del resucitado.
Desde esta perspectiva, podemos hacer nuestras las recomendaciones que Pablo les diera a los pastores y responsables de la Iglesia de Efeso: Cuiden de ustedes mismos y de todo el rebaño, pues el Espíritu Santo les ha constituido pastores vigilantes de la Iglesia de Dios, que Él adquirió con la sangre de su propio Hijo (Hech 20,18). Estas palabras resultan oportunas en el momento en que, en la tumba de Pablo, reafirmamos nuestro compromiso de Pastores.
Ciertamente, la recomendación de Pablo sale a nuestro encuentro como una sabia advertencia: también nosotros debemos cuidarnos. Esto no significa otra cosa sino la preocupación por profundizar en nuestra espiritualidad y en el sentido de nuestra configuración con Cristo. Cuidarnos no es encerrarnos en posturas egoístas, ni buscar los criterios del mundo. Todo lo contrario: es tener muy presentes las exigencias de la Vida según el Espíritu de la que nos habla el Apóstol Pablo, y que se centran en el Amoris officium que ha de distinguirnos por ser discípulos de Jesús, quien nos enseñó que había que amar como Él nos ha amado. El cuidarnos implica la preocupación por ser santos, testigos de la presencia de Dios en cada uno de nosotros y capaces de atraer a los demás tanto por lo que proclamamos como por lo que vivimos.
Junto a esto, nos toca preocuparnos y cuidar del rebaño que se nos ha encomendado. El Señor Jesús nos indica como hay que hacerlo: conociendo y siendo conocidos por la grey, haciendo escuchar nuestra voz que proclama la Palabra de Dios, y siendo capaces de dar la vida por las ovejas del rebaño. Cuidar del rebaño supone, además, el saber custodiar a las ovejas que están en el redil, para ir en busca de la que está perdida o extraviada, para conducirla de nuevo al rebaño; y si fuera necesario, cargándola sobre los hombros de nuestro cariño y cercanía, de nuestro consuelo y perdón…
Existe una garantía que nos asegura que lo podemos hacer y bien: pues el Espíritu Santo nos ha constituido pastores vigilantes de la Iglesia de Dios. Sí, es el Espíritu de Dios quien nos ha marcado y nos ha ungido, es decir nos ha constituido para una misión. Es Él, quien nos guía. Por eso, como lo indicáramos hace poco, nuestra vida ha de ser ejemplarmente una vida según el Espíritu. Nos corresponde ser hombres del Espíritu: puntos de referencia por nuestro testimonio y, sobre todo, por nuestra comunión con el Espíritu que nos conduce en el ejercicio de nuestro ministerio. Ese Espíritu nos da los carismas requeridos para el fiel cumplimento de nuestra tarea episcopal: la caridad pastoral, el magisterio, la entrega sin límites, el ser creadores y edificadores de la unidad y de la comunión, el ser santificadores del pueblo de Dios, la profecía auténtica…
Como nos lo enseña la recomendación de Pablo: somos pastores vigilantes de la Iglesia de Dios. No somos funcionarios ni burócratas. El Señor nos ha constituido para que guiemos la grey. Esto requiere que estemos vigilantes, conociendo y siendo conocidos por todos, capaces de guiar al rebaño aún por cañadas oscuras y en medio de barrancos peligrosos. Los fieles cristianos han de encontrar en nosotros la suficiente confianza para caminar hacia la plenitud. Además, con la estrecha colaboración de los presbíteros, nuestros más próvidos cooperadores (cf. L.G. 28), hemos de hacer que la Iglesia de Dios crezca y se mantenga viva.
Esa Iglesia nos ha sido entregada como el fruto de un hecho radicalmente central: que Él (Dios) adquirió con la sangre de su propio Hijo. Acá encontramos la invitación a descubrir por qué hemos de ser vigilantes de la Iglesia de Dios. Por el sacerdocio y el episcopado hemos sido configurados a Cristo para actuar en su nombre. La primera preocupación, desde este horizonte, lo constituye la Iglesia de Dios adquirida por la sangre del Señor. Así, se nos invita a garantizar la existencia y el dinamismo de nuestra Iglesia con nuestra propia sangre. Identificados como estamos a Cristo, sencillamente, nos corresponde tener a la Iglesia como nuestra propia y primera preocupación; para que ella siga caminando hacia el encuentro definitivo con Dios, para que ella siga celebrando la salvación del Redentor, para que ella siga proclamando su Evangelio de vida, para que ella siga convocando a todos los seres humanos a fin de que se conviertan en discípulos de Jesús.
En esta hermosa celebración, junto a Pablo, reafirmamos nuestra vocación y nuestro compromiso de pastores con la Iglesia de Dios que peregrina en Venezuela, en comunión con la todo el pueblo de Dios que se extiendo por todo el universo. Pablo nos brinda múltiples enseñanzas y nos recuerda en qué consiste nuestro ministerio apostólico. Iluminados por la Palabra y enriquecidos por el alimento eucarístico, hoy traemos ante Dios nuestra total disponibilidad y generosa entrega. Venezuela nos requiere como lo que somos: pastores vigilantes, proclamadores del Evangelio de Jesús, celebrantes de su salvación y edificadores de su reino. Con alegría le decimos al mundo y a Venezuela que cuente con nosotros porque queremos ser fieles a Cristo y a la Iglesia, imitando a Pablo, llamado por voluntad de Dios a ser Apóstol de Jesucristo. (Icor 1,1). Amén.
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.
Roma 12 de junio del año 2009.